Por Pablo Soto.

"El silencio tiene acción,  el más cuerdo es el más delirante" dicen los versos de Charly en "Raros peinados nuevos" ese manifiesto juvenil a la salida de la dictadura, que reclamaba a gritos una nueva voz que se reconocía en la violencia y en la soledad, pero que no se inmovilizaba ante el opresivo entorno. El disco completo de García, estamos hablando de Piano Bar del año ´84, escenifica la tensión entre grito y silencio, y reconoce en los ruidos, las interferencias, los alaridos, y los estruendosos engranajes de la soledad la carga positiva del silencio: la acción, no silenciosa, sino oculta en el silencio.

Exactamente diez años después es otro náufrago del lenguaje el que adjudica acción al silencio. En el disco Espiritango, tal vez una de las producciones más poéticas que haya dado nuestro rock, Palo Pandolfo sugiere: "Si querés despertar los salvaje que hay en vos/ para que se duerman los sombras del silencio/ tocame".

La canción puede ser leída como una teoría de la sensualidad, haciendo énfasis en la materia, materializando el erotismo recluido por las convenciones sociales. El cuerpo es un territorio cuyo tacto salva de la muerte y exorciza los mecanismos de la represión, esas sombras que vociferan en el silencio, y adormecen el lenguaje de la sexualidad.

Entre estos dos hitos se inscribe, cronológica y semánticamente, "El rito", la canción que Soda Stereo edita en 1986 en el álbum Signos. Un amor patológico, a caballo entre lo prohibido y lo permitido, que reflexiona acerca de las estrategias de construcción del vínculo amoroso. El silencio, como estrategia “no es tiempo perdido”.  En esa dinámica del sujeto cuya búsqueda oscila entre la legalidad y la ilegalidad, la devoción y la indiferencia, el silencio aparece como una especie de trinchera. Silencio, sí, pero silencio táctico.

Los sentidos de cada una de estas canciones se cruzan para negar la metáfora que iguala el silencio al vacío. Y en consecuencia, asimila el ruido al contenido, al sentido.

No es descabellado pensar en el sentido del silencio, desde el momento que el lenguaje se vale de silencios para sus significaciones. No es descabellado observar la importancia del silencio en campos  aparentemente distantes.

Poesía y música operan sobre el silencio como un modo concreto y fundamental de constituirse como prácticas culturales. La ejecución de un poema no descarta al silencio como un espacio vacío, sino que lo incorpora: el ritmo de un poema se construye a base de silencios. El silencio es un elemento que garantiza el sentido en un poema. Hay una necesaria relación entre palabra y silencio para producir el ritmo.

En música, sucede algo similar. Si pensamos en el funk, es posible observar allí una preocupación por hacerle lugar a los silencios, el groove (el ritmo) del funk consiste en lanzar una serie de sonidos interrumpida irregularmente por silencios de irregular extensión: la base rítmica de las banda de funk (bajo y baterías) es transparente en este procedimiento. No es casual que Miles Davis, tal vez el que vuelve significativos los silencios en el jazz, haya orientado su carrera hacia una mixtura entre jazz y funk a partir de escuchar Funkadelic o Slide & the family Stone.

Un dato más: Fabián Casas, escribiendo sobre Led Zeppelin, reivindica la tarea de su baterista John Bohan: "Fijate en Bonzo, le dije, para mí su percusión  fue la puntuación de Zepp. Para un escritor, le dije, la puntuación es una decisión ética. Tiene que ver con su respiración y no con lo que manda su gramática". La puntuación, es decir, la distribución de los silencios es una cuestión ética. No hay reglas discursivas que sirvan para explicarlas, ni en poesías, ni en Zeppelin ni en el funk. Tampoco en la cultura o en la política. Los silencios y sus sentidos emanan de una ética. Hay una ética del silencio. Y el sentido, no es aleatorio ni casual es consecuencia de disputas históricas bien concretas y responden a la construcción de una ética, es decir, a la construcción de conductas políticas, estéticas y culturales.

Pienso en Bukowski y pienso en Olga Orozco, como dos experiencias extremas de cortar los versos, como dos experiencias extremas del silencio. Sin embargo, tan cercanos en la, si cabe, electrificación de los versos. Son los silencios, como en la batería de Zeppelin o en los bajos del funk, los que proveen el sentido al ritmo.

Cuando vi a Pablo Pérez, gritar el gol de hace una semana contra Talleres del modo en que lo gritó, me acordé de Riquelme. Un grito de gol burdo, ruidoso, vulgar reguetonero. En el futbol pasa algo similar a lo que pasa en poesía o música, con el silencio. El silencio tiene sentido, y ese sentido responde al contexto. Maestros del silencio dentro de la cancha hay varios. Ortega y Riquelme son los que más me gustan. Ortega y Riquelme hacían de la pausa (en el juego, en el ruido del juego) la condición infaltable para el sonido del juego. La sucesión de pases encontraba en Riquelme el silencio necesario para reorientar, acelerar, frenar, cambiar el ritmo del juego. En Ortega, en el primer Ortega, el silencio eran cortes bruscos en un gambeta, quiebres radicales que desacomodaban la lógica rítmica del juego: frenos y arranques bruscos, frenos y pausas demoradas, aceleraciones irregularmente distribuidas en una finta. Ortega es jazz, Riquelme funk. Grandes lectores del contexto del juego, su maestría residía en saber en qué momento y espacio debía desplegarse el silencio, independientemente de las reglas del juego o de los rígidos sistemas tácticos. Rebeldes por naturaleza, su modo de callar representaba una conducta ética ante la tecnocratización del juego. Riquelme lleva esto al extremo.

El 8 de abril de 2001 Boca recibía a River en la Bombonera, con Román como estandarte, no solo dentro de la cancha sino fuera: el presidente del club, el hoy mandatario nacional Mauricio Macri, mantenía un enfrentamiento con el 10: problemas contractuales con el plantel, destrato a los jugadores, operaciones de desprestigio a los referentes, etc.

Boca ganaba 1 a 0 con gol del “Negro” Ibarra cuando Baldassi, el árbitro de ese partido, pitó penal sobre Clemente Rodriguez. Román es el indicado para ejecutar a Franco Constanzo. Acaso el 10 haya tenido en su cabeza de crack y de líder, de revolucionario, el festejo antes que la ejecución, y por eso su disparo fue mediocre y contenido por Constanzo que no pudo retener la oleada histórica, que siempre pone las cosas en su lugar, a tal punto que el arquero de River dio rebote, alto, medido, y puso la pelota en la cabeza de Román, no el pie,  la cabeza, para que este, ahora sí, convierta el 2 a 0. Para los que miramos, la cosa comienza ahí, pero ya sabemos que en los genios las cosas comienzan antes.

Román, sin siquiera abrir la boca para gritar gol pero con el sentimiento de rebeldía explotándole en los ojos,  se desprendió de sus compañeros que buscaban  abrazarlo, y corrió hacia el centro de la cancha, justo en frente de los palcos. En ese momento hizo lo que lo convierte en maestro del silencio. Cuando algunos hubiesen preferido vociferar insultos a propios y extraños para exorcizar los fantasmas de la presión, el 10 se paró,  serio, silencioso, frente al palco de Macri, haciendo el gesto que luego Román mismo nombraría como “topo gigio”. En silencio, escribe una de las páginas más gloriosas del futbol y de la historia de las revoluciones. En silencio, asesta un golpe tan duro a la opresión mercantilista que agobiaba al futbol, que nada ya volvió a ser lo mismo. Y no fue solo el silencio, no fue solo callarse, fue además la provocación al habla, un decir, “a ver, qué tenés para decir mejor que este silencio”. Fue un silencio cargado de rebelión, de repudio a la autoridad, de reclamos de justicia, de solidaridad, de ética. Riquelme se convirtió ese día en el ídolo más grande de nuestra generación, solo denostado por tristes que miran al futbol como una cadena burocrática.

Los futboleros aprendimos que el silencio tiene forma, aprendimos a mirar el silencio gracias a Juan Román Riquelme, “el más cuerdo de los más delirantes”, y que el silencio es una de las caras de la ética. Y cuando miro las imágenes de Pablo Pérez, actual capitán de Boca, festejando un gol escupiendo insultos a la gente, pienso en que jugadores de futbol hay muchos, buenos hay varios, éticos poquísimos. Román es uno de estos últimos, la ética del juego es su premisa.

Hoy 8 de abril de 2018 se cumplen 17 años de aquella declaración de principios que vino a marcar dónde están los buenos, dónde los malos, y qué es el futbol.