¿Será mucho pensar en que Argentina tiene su propia escuela? Puede ser, de lo que estoy seguro es que desde hace rato mostramos argumentos que otros países más potentes, mejor estructurados y con jugadores al máximo nivel mundial, no pueden o no quieren.

Por Gabriel Cocha para PDC 

¿Qué haces cuando buscas una escuela para tu hijo? Seguramente querrás, por sobre todas las cosas, una línea de enseñanza y a partir de ahí te enfocas en que le enseñen bien, que lo preparen para el futuro, que pueda expresarse, que sea libre y que lo formen como persona.

En básquet, buscamos lo mismo y como pueblo basquetbolero muchas veces nos preguntamos, nos comparamos y también buscamos una similitud con algún país del estamento basquetbolístico mundial.

Que somos de la escuela yugoslava decimos. Esa que te perfila como jugador a través de una incansable y repetitiva ejecución del fundamento, hasta que duela, hasta que sangre. En el medio de esa búsqueda, mirando hacia los países bajos, apareció en una época ochentosa Ranko Zeravica y los jugadores top argentinos de aquellos tiempos nos decían que el tipo era todo lo que estaba bien. Disfrutamos en el mundial del 90 en nuestro país a uno de los más gloriosos equipos de basquetbol de la historia y veíamos incrédulos  a Petrovic, a Divac y al joven Tony Kukoc derrochar talento en el mismísimo Luna Park.

Después, con la legión de jugadores argentinos instalados en Europa al comienzo del nuevo siglo: a través de Scola, Nocioni, Sconochini, Oberto, Prigioni y Hermmann, nos enterábamos escuchando mil historias que el hosco Dusko Ivanovic confirmaba nuestro posible ADN y que esa escuela del fundamento feroz era nuestra identidad.

Por otro sendero, un pibe narigón que empezaba a quedarse pelado, jugaba y representaba nuestros sueños de grandeza en el lugar que todos alguna vez quisimos llegar, jugáramos o no al básquet: la NBA. Es y será como sueño recurrente, el puente para llegar a lo máximo de lo máximo. Y ahí estaba Ginóbili, haciéndonos creer que era posible y que podíamos mezclarnos con los mejores jugadores de la tierra. Mucho más lo creíamos cerca cuando “Pepe” y el “Colo” se calzaban pioneras camisetas NBA y al protagonismo increíble del “20” de los Spurs se le sumaban Oberto, Scola (otra vez Scola), Delfino, Hermmann, Prigioni y “Chapu”.

Con el juego modernizándose,  de alguna manera adaptándose a nuestro biotipo (lo cual nos ayudaría a no depender tanto de jugadores grandes y podríamos correr más) y sumando algunos “chichoneos” NBA de Lapro, Brussino y Garino, probablemente hayamos pensado que la escuela americana es la que nos queda bien. Esa que tiene la esencia del juego desarrollada como si no fuera básquet de este mundo y que de alguna manera cumple también con el ineludible fundamento para ser cada día mejor.

Pero si nos detenemos a pensar en qué aula nos queremos meter, no debemos dejar de lado que en el transcurso de estos años y de esta intensa búsqueda de identidad, Argentina le ganó a ambas escuelas en eventos internacionales de prestigio, cosa que muy pocos pudieron hacer. Sumándole al análisis de que no fueron situaciones aisladas o que sucedieron una sola vez. El equipo nacional ya había escrito historia en 1986 cuando en el mundial de España venció al Estados Unidos que después se consagraría campeón. A partir de ahí hubo triunfos en categorías menores y algunas con los más grandes sumando un primer tiempo inolvidable con la inolvidable primera versión del Dream Team americano en el Pre-Olimpico de 1992, hasta que la confirmación de que éramos cosa seria se dio en la mismísima casa yanqui cuando en Indianápolis 2002 dejábamos perplejo al mundo tras ganarle al local con todos sus NBA, para luego perder la final del mundo contra Yugoslavia y la insólita indecisión del griego Pitsilkas.

Dos años después, en Grecia, nos cobrábamos una dulce venganza, palomita incluida, y tocábamos el cielo reconfirmando victoria ante los NBA para ser dorados de por vida ante Italia.

Si seguimos pensando la historia y también escuchamos los calificativos de admiración que nos regalan los entrenadores más prestigiosos de este mundo, como Mike Krzyzewski, Greg Popovich, Etore Messina y Aito García Reneses, donde alguna vez uno de ellos dijo que para tener un grupo exitoso hay que tener un jugador argentino en el equipo y, analizando lo que una nueva camada de jugadores ha hecho en el mundial de China 2019- no solo jugando un básquet de excelencia sino también haciendo algo bien difícil que es tomar una posta y un legado cargado de gloria con entereza, responsabilidad y pasión- por qué no deberíamos pensar que nosotros tenemos nuestra propia escuela.

Una escuela plagada de valores con materias tan en la piel como el sentido de pertenencia, el amor por la camiseta, el esfuerzo, el trabajo, la sangre latina, el básquet moderno mezclado con el clásico, la fuerza mental ante la diferencia física, la convivencia, el abandono del ego personal en post del equipo, la disciplina, el talento único.

¿Será mucho pensar en esa propia escuela? Puede ser, de lo que estoy seguro es que desde hace rato Argentina muestra argumentos que otros países más potentes, mejor estructurados y con jugadores al máximo nivel mundial, no pueden o no quieren.

Este mundial de China no hace otra cosa que por lo menos repensar esta humilde teoría y confirmar lo que grandes jugadores y entrenadores de la historia, muchos de ellos bien nuestros nos enseñan y pregonan. Todos queremos ganar pero el resultado al ser una consecuencia de factores no es lo que importa, lo verdaderamente importante es el camino recorrido y si ese camino se recorre con identidad, es muy probable llegar al lugar que te propones.

Ese tipo de ADN termina siendo secundario cuando enfocamos la mirada en el MODO de actuar de nuestra selección, en el MODO de hacer las cosas, en el MODO de declarar, en el MODO de integrar las individualidades, en el MODO de encarar el largo plazo. En una sociedad en la que precisamos ejemplos, esta realidad del básquet argentino en MODO escuela nos muestra el camino.

Argentina se ha mezclado decididamente en la élite del básquet mundial, en contra de los ideales físicos del deporte y a fuerza de una identidad propia. Una identidad que no se ve en las estadísticas, que parece ser solo nuestra y que nos convierte en la escuela que todos queremos para nuestros hijos.