Sacheri, Echeverría, Spinetta. Un análisis futbolero, literario y rockero sobre lo que sucedió la semana pasada con a toma de la Escuela Número 1 de Comodoro Rivadavia.

Por Pablo Soto para PDC

El viejo se pone de pie. Mira aún incrédulo. Parpadea, confirma. El viejo se pone de pie y termina el relato de Sacheri. “Un viejo que se pone de pie”, el cuento de Eduardo Sacheri, es un cuento que toca el núcleo de la argentinidad: futbol e identidad. Pero también es un relato sobre la infancia. Una historia personal y social se recupera, una memoria, un hecho cultural se funda en lo más trivial del mundo: un nene jugando a la pelota. Claro, sabemos al final que ese nene, es muchos nenes, que esa memoria es muchas memorias. El punto: la reivindicación de la infancia como eje sobre el que construir un mundo justo y libre.  Un pase, una gambeta, un caño: la infancia empieza por ser creativa, y se empieza por ser creativo en el futbol. Es cierto, en muchos lugares también. Pero en el fútbol sobre todo. El fútbol crea identidad, crea modos de ser.

Críticos literarios afirman que la literatura argentina comienza con una violación. Es que en el relato “El Matadero” se narra una ultrajante tortura que los federales (barbarizados por Echeverría) propinan contra el joven unitario, símbolo de la civilización. Antes, en el relato, y como una cifra del lugar de la infancia en ese mundo de sangre y barro, un niño es decapitado por un lazo que se corta. En los inicios de la literatura argentina se degüella a un niño. Vale decir, en el inicio del imaginario que las clases más encumbradas lograron instalar, no hay futuro para la infancia entre el modo de vida que los sectores populares llevan adelante. Los sectores populares, indica “El matadero”, aniquilan la infancia. Para evitarlo, necesitamos a los civilizados: esos rubios que viven en el centro de la ciudad, que hablan bien y se visten a la europea.  “El matadero”, fue publicado en 1871. En 2019 esos rubios herederos berretas de las ideas de Echeverría, llevaron de la mano a sus hijos para que griten en público a personas que luchan por sus derechos.  Esos rubios fueron, también, un invento extremo de la literatura.

“Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al niño proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.  Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa”, dice mucho después de “El Matadero”, el rancio narrador burgués  de  “El niño proletario”, el cuento de Osvaldo Lamborghini que narra con crudeza y violencia (al igual que Echeverría) una nueva violación en la literatura argentina. Pero esta vez, los rubios, los “nenes bien” violan y matan  a un niño de clase baja. El relato invierte los términos: son las clases dominantes las denunciadas por ultrajar el cuerpo de un niño. La “civilización” habilita la violencia sobre las infancias, en nombre de los valores burgueses.  El relato exacerba lo que Echeverría apenas podía intuir. Y denuncia. La sociedad burguesa, modelada por el relato de Echeverría, entierra en el barro y en la sangre la infancia. Fito Paez toma este relato y hace una de las canciones más sólidas de su discografía publicada en el disco “Rey sol”, casualmente (o no) un disco dedicado a su hijo.

Echeverría y el matadero, Sacheri y el fútbol, Lamborguini y la sociedad burguesa: la infancia en foco, la infancia como objeto de disputa de las clases sociales. ¿Cómo debe ser un niño? ¿Qué y cómo debe pensar? ¿Qué debe sentir? ¿Qué es un niño?

El rock también dice infancias. “Cuando era chico nunca fui muy listo, tocaba el piano como un animal”, denuncia Mr. Say no More. La infancia torturada por las exigencias del arte, por las exigencias de un modelo social de la infancia basado en la excelencia más que en la libertad.  “Por qué te salvan niño del río, es que quizás no debas morir” dice Vox Dei en “Moises” esa obra maestra del rock conceptual. La mitología cristiana, sí, pero también la necesidad de la infancia, la necesidad de cuidar al niño.

Los Jaivas: “mira niñita te voy a llevar a ver la luna brillando en el mar, mira hacia el cielo y olvida ese lánguido temor”. Una niñez rebosante de ternura, cuidada, sentida. Gieco, cursi crítica social en “La navidad de Luis” o crudo con la violencia de las “personas bien”  en  “El imbécil”.

Seguimos. Porque el rock y el arte popular siempre encontraron de una forma u otra cómo manifestar su cuidado de la infancia. Porque denuncia o porque reivindica los colores y dolores de la infancia, el rock nunca enmudeció. Siempre fue un oasis para quien quiera abrevar en la utopía de tener infancias libres. “Con verte nacer ¿cómo hay quien puede ver un mundo para destruir?”, pregunta La renga, con la garganta explotada, con la furia de los vientos.  Y Los piojos, melancolía y crudeza: “En la tierra del vino, y la drogadicción y los hijos negados”, esas infancias abandonadas, descartadas, olvidadas nunca.

Ver a padres y madres llevando de la mano a sus hijos para romper una huelga, desalojar una protesta, arrancar carteles, incitar a la policía a pegar,  es una imagen que desarma.  La ideología que inspira esos actos aberrantes da terror, pero tiene su origen. No hay ninguna distancia entre esos padres y quienes robaron  la identidad de niños recién nacido durante la dictadura cívico-militar, no hay diferencia entre las acciones de esos adultos y las acciones de los tres protagonistas de “El niño proletario”. Roban las infancias, las secuestran, las torturan. Las descartan, las subyugan, las ultrajan.

Cuentan, que Spinetta escribió “Plegaria para un niño dormido” dedicada a un pibe lustrabotas de la ciudad de Buenos Aires.  Quien haya escuchado es canción, sabe que, además de ser la más bella canción sobre la infancia, es un manifiesto de respeto y amor. Un grito de ternura para que dejemos ser a los niños. “Se ríe el niño dormido, quizás se sienta gorrión esta vez”. Ni olvido ni perdón, a los que bajan de un hondazo a nuestros niños. Ni olvido ni perdón a los que truncan los sueños de nuestros niños con alaridos policíacos. Ni olvido ni perdón a quienes osan hablar por nuestros niños. Que nadie, nadie despierte a nuestros niños de sus sueños. Que nadie, nadie acerque la maldad a nuestros niños, que los dejen seguir soñando la felicidad. Ni olvido ni perdón a quienes hunden con intolerancia y arrogancia, los barcos de papel de nuestros niños. Ni olvido ni perdón a quienes arrancan con ojos desencajados las flores del ombligo de nuestros niños. Ni olvido ni perdón a las madres y padres que destruyen las bicicletas de cristal que usan nuestros niños para darnos vueltas la cabeza. Dejemos que sigan riendo nuestros niños, dejémoslos que sigan soñando felicidad.