VAR es uno de los nombres de Dios
Por Pablo Soto
Agreden a un árbitro en un partido de la liga de Veteranos de Fútbol. Los réferis declaran una huelga en repudio al hecho. ¿Por qué alguien le pega a un árbitro? ¿Qué espera del fútbol, ese hombre? ¿Y de la justicia? ¿La tecnología resuelve la cuestión? ¿Qué pasa con el juego? Gallardo Pérez, Castrilli, Maradona, el VAR, Dios y el árbitro agredido se encuentran para acercar respuestas a esas preguntas.
“A Dios no le gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda”. Las palabras pertenecen al árbitro Gallardo Pérez, protagonista de un relato de Soriano, y se las dice a un incipiente delantero, mientras viajan, molidos a palos, en un colectivo destartalado, expulsados de un pequeño pueblo rionegrino, durante los años 60.
La frase resume una lógica espeluznante: dios es justo. A dios no le gusta el futbol. La justica de dios no llegara al fútbol. El futbol es el lugar de la justicia de los hombres, los hombres no son justos: serán éticos, morales, sensibles pero no justos. Sin justica el país se va a la mierda.
Entonces, para que el país no se vaya a la mierda, se realizan intentos sobrehumanos para que la justicia de los hombres se parezca cada vez más a la justicia divina, al menos o sobre todo, en el futbol. Se perfecciona la técnica, se aggiorna el reglamento, se profesionaliza el oficio, nada cambia. Avanza el progreso y la justicia recurre a la tecnología: tele beem, ojo de halcón, cámara lenta, super lenta, ultra lenta. Zoom, foco. Nada cambia. Llega el VAR y cuando parece que esto soluciona las tensiones volvemos al punto cero. La explicación la tiene Gallardo Pérez: atrás de todo no está dios ni su ley, está el hombre con su humanidad tan cambiante, contradictoria, tensa. El hombre, no dios, está detrás de todo. Entonces ¿cuál es el problema? que seguimos creyendo que los hombres seremos dioses, o nos pareceremos a él alguna vez.
Gallardo Pérez es el protagonista de un relato de Soriano. También lo es del partido que dirige entre Barda del Medio y Confluencia, por la liga rionegrina. También lo es de la actualidad. Porque hay un hilo conductor que une a aquel réferi de la ficción con Paulo Fonseca. EL árbitro del futbol de veteranos agredido en la cancha de Estrella Blanca durante el partido entre Transporte Doble B y Puerto Argentino de la Liga Senior. Un hilo conductor que desnuda lo que creemos del fútbol. Lo que creemos de la justicia. Y del país.
En el partido que relata Soriano Gallardo Pérez es el núcleo que sintetiza y padece el deseo de hipercontrol del hombre sobre los avatares del juego, que bien sabemos, es impredecible. Hay una obsesión por el control de lo incontrolable. Todo en ese histórico partido entre dos equipos menores del Río Negro de la década del 60 está controlado, o pretende estarlo: la cancha, el resultado, el pos partido, las acciones de los jugadores, los fallos arbitrales, la división social de las tribunas. Todo está resuelto de antemano con una única premisa ordenadora: el equipo local tiene que ganar, como sea, pero tiene que ganar. Todos lo saben, nadie se niega. El partido, en sí, es una ficción: los defensores visitantes hacen que defienden, los delanteros visitantes hacen que atacan, el réferi hace que imparte justicia, la gente hace que se pone nerviosa, el equipo local hace que gana legítimamente. Todo en esa tarde es un “como si”. Un “ hagamos de cuenta que”. En ese marco de control todos saben lo que va a pasar: el equipo local va a ganar, legal o ilegalmente es secundario. La ley no es el reglamento del juego, sino la lógica de la ficción. Pero el aparente control total de las acciones sufre una fisura: el azar y la rebeldía. En Este relato, la justo es lo que se adecúa a la ficción. El azar y la rebeldía merecen ser castigados, porque no se ajustan a la justicia.
Los locales no pueden hacer un gol ni aún en condiciones de ilegalidad. Rematan y se va por encima del travesaño. Cabecean y cae en las manos del arquero. Juega con dos jugadores de más pero no puede meterla. Y el central del equipo visitante, cansado de sostener esa ficción circular, ejerce el primer acto de rebeldía. Cambia su libreto, improvisa y en vez de dejar rebotes cortos para que queden en los pies del contrario rechaza fuerte, lejos contra una defensa, confiada, relajada, distraída. El segundo acto de rebeldía lo ejerce el 9: salta con el central, que trastabilla, pifia y deja al delantero mano a mano que con una jugada soñada convierte el gol. La ficción implosiona, el hipercontrol desaparece. Queda el goleador que hizo lo que no debía, mientras los demás hacían lo que podían. En esa tensión entre los que hacen lo que pueden y los que hacen lo que no corresponde irrumpe el fútbol. El imponderable. La bella injusticia de escaparse de los preestablecido. En esa tensión se desmorona el ansia de control. El relato de Soriano finaliza con el equipo visitante, hereje, ganador, preso y maltratado por los hinchas. Gallardo Pérez los acompaña en el calabozo. Él es el responsable por no mantener el equilibrio entre lo permitido y lo no permitido. Él se dejó llevar por la belleza de un golazo, y lejos de anularlo bajo cualquier excusa, como bien marcaba su libreto, lo convalidó. Ética de la belleza, estética de la justicia: fue un golazo, y bien vale la pena cobrarlo. Aunque se derrame sobre las cabezas el golpe de la ficción destruida. Y si bien, Gallardo Pérez en su ética de la belleza y el delantero en su rebeldía encarnan el futbol, encarnan lo humano del fútbol, no tienen recompensas sino castigos. Terminan castigados, humillados. Ni ahora ni en el más allá serán considerados hombres justos: no hay justicia para los justicieros, porque a Dios, acaso el modelo de justicia, no le interesa el fútbol, ese juego demasiado humano para él, empeñado como está en controlar todo, como algunos hombres que juegan a ser dioses.
El azar, la rebeldía, la belleza son los hilos que tejen el fútbol. La historia del fútbol moderno es la historia de los intentos por controlar, ordenar, disciplinar el juego. Ciertos hombres creen que pueden controlar juiciosa y justamente, todo. La aparición de Javier Castrilli en la década del 90 es un hito en este sentido. Castrilli es la contracara de Gallardo Pérez. Y el enfrentamiento con Maradona en un Vélez Boca es el clímax de esta tensión entre hipercontrol y fútbol. Es el último intento antes del salto tecnológico de atribuirle al hombre características de un dios.
Un Maradona expulsado se acerca a Catrilli, ambos rodeados de caos. El 10 sigue el libreto y le pide cordialmente explicaciones. Castrilli inmutable hace lo que debe: calla, ya hizo lo que debía, impartió fríamente una fría justica. Maradona, en su libreto, insiste. Sigue el silencio. Y entonces todo empieza a complicarse. Maradona rompe la lógica disciplinada del “como si” y se rebela. Hace lo que no debe. Usa tres frases en las que se filtra el fútbol, la humanidad de un héroe, es que él es el fútbol, y el humano sentido de rebeldía: “¿usted está muerto maestro, que no me habla? Hablemos de hombre a hombre. Hablemos como seres humanos, somos humanos”. Listo. Quedan explicitados los términos de la tensión: el hipercontrol, la maquinización del juego reflotando la ficción de la ausencia de errores, la aspiración a ser Dios entre los hombres se enfrenta a l deseo de jugar, fluyendo en los avatares del azar y las contradicciones humanas, el fútbol, el hombre. La histórica lucha entre el hombre y la máquina.
22 años después esa disputa se renueva. Aparece el VAR. Ese invento, renueva los procedimientos de la ficción racional en la quieren convertir el juego. Está demostrado que los hombres que emulan máquinas no sirven, aunque Castrilli fue un buen intento. Entonces la máquina. Todo un despliegue tecnológico para garantizar la práctica del control. Toda una red de miradas para vigilar el apego a la regla. A la justicia se la vigila. El hombre es incapaz de justicia divina. Por eso la máquina. La utopía de la justicia divina operando en la tierra se hace máquina. Ahora sí. VAR es uno de los nombres de Dios. Pero esta ficción, este informático “como si” dura poco. Porque es el hombre el que opera esta maquinaria divina. Y ya sabemos, el hombre, es más, el hombre en el futbol, es azaroso, rebelde, contradictorio. El hombre, en el fútbol es humano. El error es parte de lo que es. Entonces Dios se esfuma, y quedan los hombres, solos, desamparados, tratando de explicar por qué la máquina no sirve.
El fútbol se impone y nos enseña: la justicia no es justa ni divina, es impredecible, equívoca, desprejuiciada. Nos enojamos porque comprendemos que en el fútbol reina el ser humano con sus contradicciones, su fallos, sus claudicaciones, su dolores, sus ímpetus y miserias. No hay justicia divina posible en ese contexto. Y, la verdad, no tiene por qué haberla: lo que se impone es la belleza de un gol, de un cambio de frente, de una triangulación. En la estética del fútbol no hay juicios o condenas. Alcanza con rebeldes y soñadores. Y en la trompada sobre Fonseca se revuelven estas ansias de justicia divina, impoluta.
Nadie podrá decir que todas estas divagaciones operaron la tarde en que un jugador agredió al referí Fonseca en el partido entre Transporte Doble B y Puerto Argentino de la categoría Senior de veteranos de Comodoro Rivadavia. Pero tampoco nadie podrá negarlo. Esa trompada sobre el árbitro es la trompada de la falsa creencia de que es posible una justicia de Dios entre los hombres, es la trompada de la impotencia ante el abrupto descubrimiento de la humanidad, y la ausencia de Dios. Si Fonseca representa al referí rionegrino del cuento de Soriano o al grotesco Castrilli es indistinto. Creer que un árbitro encarna la justicia, el equilibrio, la imparcialidad impoluta de Dios y que en consecuencia no tiene derecho al error, es no entender nada de fútbol. Es no entender a los hombres. Y cuando vemos eso, es decir, cuando vemos cara a cara la humanidad despojada de ilusiones, nos enojamos. La trompada contra Fonseca es un símbolo de incapacidad para entender que el juego se nutre del error, se fortalece en la disparidad, se enriquece en los desajustes, se construye en los desequilibrios, naufraga en la humana inestabilidad. La clave es cómo hacemos para movernos en ese caos de incertidumbre sin cagar a trompadas a nadie, intentando la belleza de un gol. La clave es cómo aprendemos a vivir sin echarle culpas a Dios, a Gallardo Pérez, a la gente, a Fonseca. La clave es cómo nos movemos libremente en ese cruce entre lo que podemos hacer y lo que debemos hacer, cómo convivimos con el vértigo de la derrota o la embriaguez de la victoria, y cómo dejamos al fútbol en paz, para que despliegue su humanidad, sin creernos dioses, inflexibles seres colmados de razón y verdad. Para que podamos ser, al menos en esos 90 minutos, más humanos, más felices.